Si existe alguna cuestión en la arena política en la que la hipocresía, la duplicidad y el falso discurso se ponen de manifiesto hasta provocarnos la indignación, el hastío o el desistimiento, según los casos, esta es la de la corrupción de los políticos y su tratamiento por los medios de comunicación. La sensación de estar asistiendo a la representación de una obra teatral es cada vez más acusada y nos lleva a la convicción de que el concepto que los políticos y sus órganos de expresión tienen de la inteligencia de los ciudadanos es muy insultante para estos.
Tras las elecciones europeas, comentaristas de algunos medios que llevaban meses maltratándonos con grandes titulares sobre el vestuario del presidente valenciano y el caso Gürtel, se sorprendían de que los resultados electorales en los lugares más afectados por estos casos fueran favorables al Partido Popular. Nos infligían a continuación algún discurso filosófico-ético sobre la degradación de la moral pública, evidenciada en la insensibilidad de los ciudadanos ante la corrupción, y se quedaban tan a gusto. No hacían la reflexión obvia de que hasta los niños de Primaria saben ya que la corrupción no tiene un solo color político y, por tanto, no puede ser causa de vuelcos electorales. Es más, cuando se sobredimensiona algún caso, puede dar lugar a reacciones defensivas de cerrar filas en torno al que ven víctima de un ensañamiento y llevar a las urnas a apoyarlo a los que iban a abstenerse o cambiar el voto.
La Ley orgánica 8/2007, de 4 de Julio, sobre Financiaciación de los Partidos Políticos fue considerada por muchos como un instrumento válido para poner fin a la corrupción. Pero los hechos parecen demostrar que ese objetivo no se ha logrado. Ni las cuantiosas subvenciones públicas de que disfrutan ni el aumento de los límites para las donaciones privadas son suficientes para saciar la voracidad de estas estructuras colosales, que no disminuyen sus plantillas pese a tener a un gran número de sus miembros ocupando cargos públicos y, en muchos casos, superfluos cargos de confianza en Ayuntamientos y otras administraciones; que gastan cantidades astronómicas en campañas electorales donde prima el derroche y la falta de contenido y que aspiran a ensancharse indefinidamente y, con ello, a priorizar su mantenimiento sobre la finalidad que debería orientar su actividad, que es la de intentar mejorar la vida de los ciudadanos. No, para alimentar el monstruo no parecen bastar los recursos que la ley permite y seguimos oyendo hablar de casos de tráfico de influencias, cohechos y demás cuya resolución judicial, si llegan a esta instancia, dependerá de la habilidad del político de turno para camuflar las transacciones que se hayan producido.
Si los ingresos legales no son suficientes, es claro que habría que limitar más por ley sus gastos, especialmente los gastos electorales. Además de contribuir a solucionar el problema de la corrupción, redundaría en beneficio del pluralismo, sería una contribución a la quiebra del bipartidismo, pues los partidos pequeños estarían en mejores condiciones para competir con los grandes. Claro que tal vez eso no interesa, tal vez por ello tenemos que convivir con esta lacra y hacer como que nos creemos que cuando se intercambian acusaciones de corrupción están hablando de verdad. Al menos diré que no me lo creo.
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