Es tan raro oír públicamente expresar su opinión a los juristas sobre lo que está ocurriendo respecto a la reforma espuria de la Constitución que está teniendo lugar por la vía de las reformas estatutarias, que comienzan con la del Estatuto de Cataluña, que es imprescindible hacerse eco de las raras voces que se atreven a decir en público lo que piensan en privado. Roberto Blanco Valdés, Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago de Compostela ha lanzado la acusación de que es altísimo el número de juristas que expresan en privado que el texto del Estatuto de Cataluña es inconstitucional. Lo ha hecho en la conferencia sobre “La reforma oculta de la Constitución” que ha impartido en el Círculo de Bellas Artes, seguida de una mesa redonda en la que, moderados por la abogada del Estado Elisa de la Nuez, han intervenido el que fuera presidente del Tribunal Constitucional, Álvaro Rodríguez Bereijo, catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la UAM, Ignacio Solís Villa, notario y Decano del Colegio de Madrid y Alberto G. Ibáñez, del Cuerpo Superior de Administradores Civiles del Estado. El acto, organizado por la Fundación Progreso y Democracia ha sido notable como toque de atención sobre la deriva peligrosa que está siguiendo el texto constitucional y por la importancia que tiene el que una personalidad como Álvaro Rodríguez Bereijo, con la autoridad que su trayectoria le confiere, haya expresado el temor de que, si el Tribunal Constitucional no lo remedia, serán los Estatutos de Autonomía los que regulen la organización territorial del Estado.
Roberto Blanco Valdés comenzó su exposición asegurando que se percibe un cambio de clima en cuanto a sacar a relucir la necesaria reforma de la Constitución, clima que no se percibía hace dos años cuando Unión Progreso y Democracia se atrevió a plantearlo. A continuación hizo un repaso a la historia constitucional española en el que destacó que no ha habido reformas constitucionales sino violación sistemática de las constituciones, al no haber existido un control de constitucionalidad. La Constitución de 1978 es en este sentido una excepción al establecer el control de constitucionalidad, hecho que la caracteriza junto al blindaje.
A continuación señaló que, excepto en la reforma del Senado y en el orden de sucesión en la Corona, no había hasta ahora una conciencia de que hubiera que reformar el texto constitucional para preguntarse cómo surge esta reforma espuria y responder que se debe a la estrategia de Maragall de aumentar su oferta nacionalista para ganar las elecciones, pese a que nadie, ni siquiera CIU, estaba interesado en reformar el Estatuto. Este hecho determina que se llegue a un Estatuto que reforma la Constitución en aspectos sustanciales y cita el ejemplo del Consejo General del Poder Judicial al establecerse un Consejo de Justicia de Cataluña, que no está previsto en la Constitución y cuyas competencias se solapan con las del CGPJ. Además de la perspectiva jurídica, considera una insensatez política el proceso a que va a dar lugar, un Estado ingobernable, si el Tribunal Constitucional lo declara ajustado a la Constitución porque todas las Comunidades seguirán ese rumbo y ya no se podrá abordar la reforma que requiere la Constitución.
Álvaro Rodríguez Bereijo coincidió esencialmente con este análisis y caracterizó la situación actual como de "encrucijada constitucional", señalando que se precisa un consenso tan amplio al menos como el de 1978 para abordar una reforma, eliminando defectos e imprecisiones, pero se muestra pesimista sobre esta posibilidad. Hasta 2004, prosiguió, la rigidez del texto había sido su defensa, rigidez que le permitía asimilar cambios, supervisados por un Tribunal Constitucional responsable. Pero la acción concertada de un insensato, Maragall, y un irresponsable, Zapatero, ha dado lugar a una situación en que ninguna de las dos fórmulas, ni la reforma ni la rigidez, con su capacidad de resistencia adaptativa, parecen fáciles de lograr ahora. Se ha colocado al Tribunal Constitucional en una posición muy fuerte, excesiva, se le ha abocado a suplir al Congreso y al Senado. Hay responsabilidad en los miembros del Tribunal, pero sobre todo en la frivolidad política de los iniciadores y de los parlamentarios. En las Cortes, juristas de prestigio, continuó, han avalado disparates en la discusión del texto y han votado a favor de un Estatuto del que estaban en contra, sin querer establecer, además, el recurso previo de inconstitucionalidad para las reformas estatutarias.
Rodríguez Bereijo ha insistido, a lo largo de su exposición, en la solidez y fortaleza que debería tener el Tribunal Constitucional, refiriéndose a las palabras del fallecido Tomás y Valiente, al caracterizar como "pecado original" la sentencia de Rumasa, que es, a su juicio, una excepción en una trayectoria de independencia. Recordó que él mismo ya advirtió en 1999 sobre los riesgos que se veían venir y advirtió que el Tribunal debía ser fuerte como una roca. También recordó a Tomás y Valiente al mencionar que "el Tribunal pierde prestigio por lo que hace pero también por lo que de él se hace", al hilo de su crítica a las "groseras" presiones a que está siendo sometido por parte de políticos y periodistas, presiones y fragmetanción que no tienen precedentes por su intensidad y que están causando daños irreversibles.
Ignacio Solís se refirió en su intervención a los dos procedimientos de reforma, el ordinario, regulado en el art. 167, y el agravado, en el 168. y a la ambigüedad de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional sobre si la propia reforma es susceptible de control por el Tribunal Constitucional. Rechazó en su intervención la doctrina del "bloque de constitucionalidad", formado por la Constitución, Estatutos y Leyes Orgánicas pues da lugar a que normas que pueden ser inconstitucionales sean a su vez el modelo para decidir sobre la constitucionalidad de otros preceptos.
La intervención de Alberto Ibáñez, bajo el título "Política y eficacia", estuvo dedicada al interesante ejercicio de valorar los costes del Estado autonómico, deslindando los gastos inevitables de los evitables y, entre éstos, los costes por actuaciones innecesarias y superfluas, por fraccionamiento de los servicios, duplicidades, actuaciones redundantes como las televisiones públicas autonómicas, las embajadas de las Comunidades Autónomas, la proliferación de observatorios, los gastos excesivos de personal y propuso para solucionar estas lacras una serie de medidas pero, sobre todo, la idea motriz de situar al ciudadano en el primer nivel, pues la ineficacia redunda en su perjuicio.
En el coloquio que siguió, me interesaron especialmente la respuesta de Rodríguez Bereijo a los asistentes señalando los fallos de los constituyentes al no prever las consecuencias de esa "ingeniería" que lleva aparejado el Título VIII. Los constituyentes no previeron el modelo definitivo cuyo problema, más que el de resultar ingobernable, es el de los costes de la gobernabilidad. Destacó el error de no reservar una competencia al Estado sobre la ordenación del territorio, fallo que llevó durante su mandato al frente del TC, a hacer una mala sentencia sobre un asunto relacionado con esa competencia. Coincidió con Roberto Blanco al señalar que, no obstante los fallos, lo imprevisible, y factor determinante de la quiebra del modelo, había sido la deslealtad nacionalista. Imprevisible, pienso, si no se conoce la esencia del nacionalismo. También afirmó que los miembros del TC no son independientes "porque no quieren" y, al preguntarse qué pasa en nuestra democracia para que las cosas no sean como tienen que ser, encuentra la respuesta en la clase política, en los partidos, que precisan de una reforma en su organización, en su funcionamiento, que debe ser democrático, también en el cambio que necesita la ley electoral, pero el problema, afirmó, está también en la ciudadanía. Esto puede parecer una obviedad, pero es muy importante que se diga, que seamos conscientes de que el desistimiento de los ciudadanos es el mejor aliado de una clase política degenerada en su carrera hacia la perpetuación, sin voluntad de solucionar los problemas y, lo que es peor, agravándolos cuando le conviene.
Roberto Blanco Valdés comenzó su exposición asegurando que se percibe un cambio de clima en cuanto a sacar a relucir la necesaria reforma de la Constitución, clima que no se percibía hace dos años cuando Unión Progreso y Democracia se atrevió a plantearlo. A continuación hizo un repaso a la historia constitucional española en el que destacó que no ha habido reformas constitucionales sino violación sistemática de las constituciones, al no haber existido un control de constitucionalidad. La Constitución de 1978 es en este sentido una excepción al establecer el control de constitucionalidad, hecho que la caracteriza junto al blindaje.
A continuación señaló que, excepto en la reforma del Senado y en el orden de sucesión en la Corona, no había hasta ahora una conciencia de que hubiera que reformar el texto constitucional para preguntarse cómo surge esta reforma espuria y responder que se debe a la estrategia de Maragall de aumentar su oferta nacionalista para ganar las elecciones, pese a que nadie, ni siquiera CIU, estaba interesado en reformar el Estatuto. Este hecho determina que se llegue a un Estatuto que reforma la Constitución en aspectos sustanciales y cita el ejemplo del Consejo General del Poder Judicial al establecerse un Consejo de Justicia de Cataluña, que no está previsto en la Constitución y cuyas competencias se solapan con las del CGPJ. Además de la perspectiva jurídica, considera una insensatez política el proceso a que va a dar lugar, un Estado ingobernable, si el Tribunal Constitucional lo declara ajustado a la Constitución porque todas las Comunidades seguirán ese rumbo y ya no se podrá abordar la reforma que requiere la Constitución.
Álvaro Rodríguez Bereijo coincidió esencialmente con este análisis y caracterizó la situación actual como de "encrucijada constitucional", señalando que se precisa un consenso tan amplio al menos como el de 1978 para abordar una reforma, eliminando defectos e imprecisiones, pero se muestra pesimista sobre esta posibilidad. Hasta 2004, prosiguió, la rigidez del texto había sido su defensa, rigidez que le permitía asimilar cambios, supervisados por un Tribunal Constitucional responsable. Pero la acción concertada de un insensato, Maragall, y un irresponsable, Zapatero, ha dado lugar a una situación en que ninguna de las dos fórmulas, ni la reforma ni la rigidez, con su capacidad de resistencia adaptativa, parecen fáciles de lograr ahora. Se ha colocado al Tribunal Constitucional en una posición muy fuerte, excesiva, se le ha abocado a suplir al Congreso y al Senado. Hay responsabilidad en los miembros del Tribunal, pero sobre todo en la frivolidad política de los iniciadores y de los parlamentarios. En las Cortes, juristas de prestigio, continuó, han avalado disparates en la discusión del texto y han votado a favor de un Estatuto del que estaban en contra, sin querer establecer, además, el recurso previo de inconstitucionalidad para las reformas estatutarias.
Rodríguez Bereijo ha insistido, a lo largo de su exposición, en la solidez y fortaleza que debería tener el Tribunal Constitucional, refiriéndose a las palabras del fallecido Tomás y Valiente, al caracterizar como "pecado original" la sentencia de Rumasa, que es, a su juicio, una excepción en una trayectoria de independencia. Recordó que él mismo ya advirtió en 1999 sobre los riesgos que se veían venir y advirtió que el Tribunal debía ser fuerte como una roca. También recordó a Tomás y Valiente al mencionar que "el Tribunal pierde prestigio por lo que hace pero también por lo que de él se hace", al hilo de su crítica a las "groseras" presiones a que está siendo sometido por parte de políticos y periodistas, presiones y fragmetanción que no tienen precedentes por su intensidad y que están causando daños irreversibles.
Ignacio Solís se refirió en su intervención a los dos procedimientos de reforma, el ordinario, regulado en el art. 167, y el agravado, en el 168. y a la ambigüedad de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional sobre si la propia reforma es susceptible de control por el Tribunal Constitucional. Rechazó en su intervención la doctrina del "bloque de constitucionalidad", formado por la Constitución, Estatutos y Leyes Orgánicas pues da lugar a que normas que pueden ser inconstitucionales sean a su vez el modelo para decidir sobre la constitucionalidad de otros preceptos.
La intervención de Alberto Ibáñez, bajo el título "Política y eficacia", estuvo dedicada al interesante ejercicio de valorar los costes del Estado autonómico, deslindando los gastos inevitables de los evitables y, entre éstos, los costes por actuaciones innecesarias y superfluas, por fraccionamiento de los servicios, duplicidades, actuaciones redundantes como las televisiones públicas autonómicas, las embajadas de las Comunidades Autónomas, la proliferación de observatorios, los gastos excesivos de personal y propuso para solucionar estas lacras una serie de medidas pero, sobre todo, la idea motriz de situar al ciudadano en el primer nivel, pues la ineficacia redunda en su perjuicio.
En el coloquio que siguió, me interesaron especialmente la respuesta de Rodríguez Bereijo a los asistentes señalando los fallos de los constituyentes al no prever las consecuencias de esa "ingeniería" que lleva aparejado el Título VIII. Los constituyentes no previeron el modelo definitivo cuyo problema, más que el de resultar ingobernable, es el de los costes de la gobernabilidad. Destacó el error de no reservar una competencia al Estado sobre la ordenación del territorio, fallo que llevó durante su mandato al frente del TC, a hacer una mala sentencia sobre un asunto relacionado con esa competencia. Coincidió con Roberto Blanco al señalar que, no obstante los fallos, lo imprevisible, y factor determinante de la quiebra del modelo, había sido la deslealtad nacionalista. Imprevisible, pienso, si no se conoce la esencia del nacionalismo. También afirmó que los miembros del TC no son independientes "porque no quieren" y, al preguntarse qué pasa en nuestra democracia para que las cosas no sean como tienen que ser, encuentra la respuesta en la clase política, en los partidos, que precisan de una reforma en su organización, en su funcionamiento, que debe ser democrático, también en el cambio que necesita la ley electoral, pero el problema, afirmó, está también en la ciudadanía. Esto puede parecer una obviedad, pero es muy importante que se diga, que seamos conscientes de que el desistimiento de los ciudadanos es el mejor aliado de una clase política degenerada en su carrera hacia la perpetuación, sin voluntad de solucionar los problemas y, lo que es peor, agravándolos cuando le conviene.
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