miércoles, 23 de diciembre de 2009

LOS POLÍTICOS DEBERÍAN SER LA SOLUCIÓN EN LUGAR DEL PROBLEMA

Según el último barómetro del CIS, tras el paro y la situación económica, el tercer problema en importancia para los españoles es la clase política, los partidos políticos, por encima del terrorismo, la inmigración o la seguridad ciudadana, factores que han ocupado en otras ocasiones los primeros puestos en el listado de preocupaciones de los españoles. A la pregunta por la valoración de la situación política, el 5 % de encuestados responde que es buena; el 29,5 % que es regular; el 35, 3 la valora como mala y el 25.3 como muy mala. Estos porcentajes se aproximan a los de las valoraciones de la situación económica que son: un 2,5 %, la considera buena; el 23.9 %, regular; el 39.9%, mala y el 33.2%, muy mala. Pero una de las cosas más sintomáticas del estado de ánimo de los ciudadanos respecto a la situación política, y que más me llama la atención, es que al preguntarles si creen que dentro de un año la situación política será mejor, igual o peor, un 11,9% responde que será mejor, frente al 22 % que piensan que la situación económica será mejor. Esto significa que, pese a los malos augurios que pesan sobre nuestra economía, existe actualmente más confianza por parte de los ciudadanos en la recuperación económica que en la mejoría de la situación política.

Estos datos, que no son sino un indicador más de una situación que percibimos a diario, deberían llevarnos a pensar que ha llegado el momento de reflexionar con seriedad sobre nuestro sistema de partidos y nuestra clase política, porque es una pena que los que han sido elegidos para dar solución a los problemas colectivos se estén convirtiendo cada día más en un problema a añadir a los que tendrían que resolver, y de los más importantes que hoy tiene la sociedad española.

Se puede abordar el problema desde diversos ángulos y dar distintos diagnósticos. En mi opinión, hay varios factores implicados. En primer lugar, el bipartidismo imperfecto que deliberadamente se buscó para dar estabilidad al sistema político, está resultando cada día más una losa que impide la entrada de aire fresco, la regeneración imprescindible del sistema de partidos. Ante la escasa pluralidad, que tienen garantizada por un sistema electoral injusto que los favorece, los dos grandes partidos no tienen competencia seria que los motive a salir del estéril y mediocre debate sin contenido que nos ofrecen. He escrito mediocre, con más indulgencia de la que merecen, porque lo cierto es que la vulgaridad y ramplonería del cruce de acusaciones están alcanzando cotas difícilmente superables. En la actual situación, hay una receta imprescindible para superar el bipartidismo y es la reforma de la Ley Electoral, de manera que se garantice que el número de escaños de cada partido sea proporcional a los votos obtenidos, para lo cual, además de otras reformas, es preciso que la provincia deje de ser la circunscripción electoral y se cambie el sistema de adscripción de escaños. Con otros partidos importantes en liza, el nivel del debate subiría y todos ganaríamos. Ganaríamos también porque la alternancia no estaría garantizada sin méritos, sin más méritos que esperar a que el que está gobernando se equivoque mucho para que el que está en la oposición pase a formar gobierno.

En segundo lugar, otro factor de peso en el desprestigio de los políticos ha sido la corrupción que se ha generado en torno a estas máquinas de poder y a la que la Ley de Financiación de Partidos no parece que haya puesto fin porque faltan medidas eficaces de control de gastos electorales, entre otras. Pero además, la corrupción también viene motivada por la existencia de una clase política cuyos integrantes no quieren dejar de ser políticos en su mayoría, pues muchos no han tenido más profesión que ésa, o la de procedencia les es menos atractiva. No debe ser fácil la pérdida del boato que lleva aparejado el cargo. Por ello, ante la perspectiva de una salida de la vida pública, algunos buscan la forma de asegurarse un retiro dorado. Además de la limitación por ley de los gastos de los partidos y de establecer controles más estrictos en la tramitación de los contratos públicos, la mesura y la sobriedad deberían imponerse en la vida pública, no sólo ahora, porque la crisis la impone, sino como norma que asegure la selección de los mejores.

Por último, aunque la Constitución establece que los partidos deberán tener un funcionamiento democrático, están en la práctica tan mediatizados los procesos de elección internos que se acaba imponiendo la selección de los afiliados menos críticos y no de los más capaces. No parece que haya mucho interés, por razones obvias, en regular con más precisión y controles estos procesos pero no deberían pensar que los ciudadanos debemos tragar con todo. Si a ellos no les rechina el discurso que emiten, apto sólo para forofos, puede deberse a dos razones: O bien su capacidad deja mucho que desear o bien tienen un pobre concepto de su auditorio. Lo primero es bastante cierto en muchos casos; lo segundo es más que probable también. Ambas razones deben estar presentes. Pero lo que el barómetro revela es que los hinchas se van reduciendo por momentos y el sentido crítico aflorando. Es la conclusión alentadora que saco de esta encuesta.

martes, 15 de diciembre de 2009

LA COMUNIDAD DE MADRID RECORTA LA FINANCIACIÓN DE LAS UNIVERSIDADES

Ha tenido poca repercusión, y por eso la comento, la Declaración que los rectores de las universidades públicas madrileñas han elaborado para denunciar los recortes en la financiación de las mismas previstos en los presupuestos de la Comunidad para 2010 titulada "Por una Universidad pública europea y de calidad". La reducción prevista es de 126 millones de euros (en torno al 87 por ciento)en el capítulo de inversiones comprometidas previamente por el Gobierno de la Comunidad, además de no dotarse partidas para pagar las deudas ya contraídas, como la de la paga extra del pasado mes de Julio, y congelarse los créditos en personal y gasto corriente. Para los rectores, esto implica que se pone en grave riesgo la implantación de los estudios de grado y postgrado, acordes con el Espacio Europeo de Educación Superior, así como el despegue de la investigación, el desarrollo y la innovación en la Comunidad.

Los rectores denuncian que las universidades no son prioritarias en la política educativa de la Comunidad, precisamente en un momento en que cuatro universidades públicas madrileñas acaban de obtener el certificado de Campus de Excelencia Internacional. Además, señalan, todas han aumentado el número de estudiantes, tanto los procedentes de la Comunidad como de otras Comunidades y extranjeros y resulta paradójico que, mientras otras comunidades han aumentado el presupuesto de las universidades, la de Madrid lo reduzca condenándolas a la asfixia económica. Dicen ser conscientes de la situación económica por la que atraviesa el país y por ello están haciendo grandes esfuerzos en el recorte de gastos pero, al mismo tiempo, destacan el consenso existente en Europa sobre la idea de que es necesario invertir más en educación e investigación para salir de la crisis.

Mi reflexión se orienta precisamente en ese sentido. Los rectores han señalado algo que los políticos, de la Comunidad y del Gobierno de la nación, del PP y del PSOE, dicen compartir. Sin ir más lejos, en los documentos que ambos partidos se han lanzado en la estéril pelea de la fallida cumbre autonómica, se hace alusión a la I+D+i y a la educación como motores imprescindibles para salir de la crisis. Alguien debería decirles que no basta con escribirlo en un documento o proclamarlo en un discurso; que hay que dotar en los presupuestos, de la Comunidad o del Estado, las partidas correspondientes en la cuantía suficiente para que se haga realidad el despegue de la economía basado en un sistema educativo más competitivo y en la investigación. Confiando en la magia de las palabras no vamos a ningún sitio pero, aunque no creo en los caracteres nacionales, me pregunto si estamos condenados en este país a primar la palabrería sobre la acción.

Actualmente, el precio que un alumno paga por la matrícula en una universidad pública oscila entre los 700 y los 1000 euros, según se trate de una carrera de las llamadas no experimentales o de una experimental. Esto supone aproximadamente el 20 por ciento del coste real de una plaza, que oscila entre los 5000 y los 6000 euros, y es cierto que estas cifras están muy distantes del precio que las universidades de los países desarrollados, las más competitivas, cobran al alumno y de los costes que tienen. Por ello algunos docentes proponen elevar el precio de la matrícula como medio para elevar la calidad de nuestras universidades, eliminando la penuria económica. En mi opinión, esto supondría un retroceso al establecer una intolerable selectividad económica en el acceso a la educación superior. Para no retroceder en la igualdad y tener universidades a la altura del país que queremos ser, y que hasta ahora creíamos ser, tendremos que ahorrar en otras cosas, pero no en educación.

viernes, 4 de diciembre de 2009

LA REFORMA OCULTA DE LA CONSTITUCIÓN

Es tan raro oír públicamente expresar su opinión a los juristas sobre lo que está ocurriendo respecto a la reforma espuria de la Constitución que está teniendo lugar por la vía de las reformas estatutarias, que comienzan con la del Estatuto de Cataluña, que es imprescindible hacerse eco de las raras voces que se atreven a decir en público lo que piensan en privado. Roberto Blanco Valdés, Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago de Compostela ha lanzado la acusación de que es altísimo el número de juristas que expresan en privado que el texto del Estatuto de Cataluña es inconstitucional. Lo ha hecho en la conferencia sobre “La reforma oculta de la Constitución” que ha impartido en el Círculo de Bellas Artes, seguida de una mesa redonda en la que, moderados por la abogada del Estado Elisa de la Nuez, han intervenido el que fuera presidente del Tribunal Constitucional, Álvaro Rodríguez Bereijo, catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la UAM, Ignacio Solís Villa, notario y Decano del Colegio de Madrid y Alberto G. Ibáñez, del Cuerpo Superior de Administradores Civiles del Estado. El acto, organizado por la Fundación Progreso y Democracia ha sido notable como toque de atención sobre la deriva peligrosa que está siguiendo el texto constitucional y por la importancia que tiene el que una personalidad como Álvaro Rodríguez Bereijo, con la autoridad que su trayectoria le confiere, haya expresado el temor de que, si el Tribunal Constitucional no lo remedia, serán los Estatutos de Autonomía los que regulen la organización territorial del Estado.

Roberto Blanco Valdés comenzó su exposición asegurando que se percibe un cambio de clima en cuanto a sacar a relucir la necesaria reforma de la Constitución, clima que no se percibía hace dos años cuando Unión Progreso y Democracia se atrevió a plantearlo. A continuación hizo un repaso a la historia constitucional española en el que destacó que no ha habido reformas constitucionales sino violación sistemática de las constituciones, al no haber existido un control de constitucionalidad. La Constitución de 1978 es en este sentido una excepción al establecer el control de constitucionalidad, hecho que la caracteriza junto al blindaje.

A continuación señaló que, excepto en la reforma del Senado y en el orden de sucesión en la Corona, no había hasta ahora una conciencia de que hubiera que reformar el texto constitucional para preguntarse cómo surge esta reforma espuria y responder que se debe a la estrategia de Maragall de aumentar su oferta nacionalista para ganar las elecciones, pese a que nadie, ni siquiera CIU, estaba interesado en reformar el Estatuto. Este hecho determina que se llegue a un Estatuto que reforma la Constitución en aspectos sustanciales y cita el ejemplo del Consejo General del Poder Judicial al establecerse un Consejo de Justicia de Cataluña, que no está previsto en la Constitución y cuyas competencias se solapan con las del CGPJ. Además de la perspectiva jurídica, considera una insensatez política el proceso a que va a dar lugar, un Estado ingobernable, si el Tribunal Constitucional lo declara ajustado a la Constitución porque todas las Comunidades seguirán ese rumbo y ya no se podrá abordar la reforma que requiere la Constitución.

Álvaro Rodríguez Bereijo coincidió esencialmente con este análisis y caracterizó la situación actual como de "encrucijada constitucional", señalando que se precisa un consenso tan amplio al menos como el de 1978 para abordar una reforma, eliminando defectos e imprecisiones, pero se muestra pesimista sobre esta posibilidad. Hasta 2004, prosiguió, la rigidez del texto había sido su defensa, rigidez que le permitía asimilar cambios, supervisados por un Tribunal Constitucional responsable. Pero la acción concertada de un insensato, Maragall, y un irresponsable, Zapatero, ha dado lugar a una situación en que ninguna de las dos fórmulas, ni la reforma ni la rigidez, con su capacidad de resistencia adaptativa, parecen fáciles de lograr ahora. Se ha colocado al Tribunal Constitucional en una posición muy fuerte, excesiva, se le ha abocado a suplir al Congreso y al Senado. Hay responsabilidad en los miembros del Tribunal, pero sobre todo en la frivolidad política de los iniciadores y de los parlamentarios. En las Cortes, juristas de prestigio, continuó, han avalado disparates en la discusión del texto y han votado a favor de un Estatuto del que estaban en contra, sin querer establecer, además, el recurso previo de inconstitucionalidad para las reformas estatutarias.

Rodríguez Bereijo ha insistido, a lo largo de su exposición, en la solidez y fortaleza que debería tener el Tribunal Constitucional, refiriéndose a las palabras del fallecido Tomás y Valiente, al caracterizar como "pecado original" la sentencia de Rumasa, que es, a su juicio, una excepción en una trayectoria de independencia. Recordó que él mismo ya advirtió en 1999 sobre los riesgos que se veían venir y advirtió que el Tribunal debía ser fuerte como una roca. También recordó a Tomás y Valiente al mencionar que "el Tribunal pierde prestigio por lo que hace pero también por lo que de él se hace", al hilo de su crítica a las "groseras" presiones a que está siendo sometido por parte de políticos y periodistas, presiones y fragmetanción que no tienen precedentes por su intensidad y que están causando daños irreversibles.

Ignacio Solís se refirió en su intervención a los dos procedimientos de reforma, el ordinario, regulado en el art. 167, y el agravado, en el 168. y a la ambigüedad de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional sobre si la propia reforma es susceptible de control por el Tribunal Constitucional. Rechazó en su intervención la doctrina del "bloque de constitucionalidad", formado por la Constitución, Estatutos y Leyes Orgánicas pues da lugar a que normas que pueden ser inconstitucionales sean a su vez el modelo para decidir sobre la constitucionalidad de otros preceptos.

La intervención de Alberto Ibáñez, bajo el título "Política y eficacia", estuvo dedicada al interesante ejercicio de valorar los costes del Estado autonómico, deslindando los gastos inevitables de los evitables y, entre éstos, los costes por actuaciones innecesarias y superfluas, por fraccionamiento de los servicios, duplicidades, actuaciones redundantes como las televisiones públicas autonómicas, las embajadas de las Comunidades Autónomas, la proliferación de observatorios, los gastos excesivos de personal y propuso para solucionar estas lacras una serie de medidas pero, sobre todo, la idea motriz de situar al ciudadano en el primer nivel, pues la ineficacia redunda en su perjuicio.

En el coloquio que siguió, me interesaron especialmente la respuesta de Rodríguez Bereijo a los asistentes señalando los fallos de los constituyentes al no prever las consecuencias de esa "ingeniería" que lleva aparejado el Título VIII. Los constituyentes no previeron el modelo definitivo cuyo problema, más que el de resultar ingobernable, es el de los costes de la gobernabilidad. Destacó el error de no reservar una competencia al Estado sobre la ordenación del territorio, fallo que llevó durante su mandato al frente del TC, a hacer una mala sentencia sobre un asunto relacionado con esa competencia. Coincidió con Roberto Blanco al señalar que, no obstante los fallos, lo imprevisible, y factor determinante de la quiebra del modelo, había sido la deslealtad nacionalista. Imprevisible, pienso, si no se conoce la esencia del nacionalismo. También afirmó que los miembros del TC no son independientes "porque no quieren" y, al preguntarse qué pasa en nuestra democracia para que las cosas no sean como tienen que ser, encuentra la respuesta en la clase política, en los partidos, que precisan de una reforma en su organización, en su funcionamiento, que debe ser democrático, también en el cambio que necesita la ley electoral, pero el problema, afirmó, está también en la ciudadanía. Esto puede parecer una obviedad, pero es muy importante que se diga, que seamos conscientes de que el desistimiento de los ciudadanos es el mejor aliado de una clase política degenerada en su carrera hacia la perpetuación, sin voluntad de solucionar los problemas y, lo que es peor, agravándolos cuando le conviene.